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  • Foto del escritorÁlvaro Aguado Mercuri

Un remis de oro

Corría un 10 de agosto de 2012 que ya no le quedaba mucho tiempo de vida, al igual que los Juegos Olímpicos en Londres que, en dos días finalizarían. Las esperanzas y expectativas de que el país alcanzara una medalla de oro eran muy bajas. Las leonas, nuestras máximas posibilidades, acababan de caer ante Holanda en la final. La generación dorada de básquet tampoco tenía chances, el favorito, Estados Unidos, lo había arrollado en la semifinal. Ambos conjuntos albicelestes cayeron el mismo día.

Por mi lado, me encontraba con mi papá buscando la forma de llegar a mi partido de fútbol, poco sabíamos del cronograma que restaba de Juego Olímpico. Era bastante tarde y estábamos muy lejos. La canchita era en Bermejo, en colectivo jamás llegaríamos a tiempo desde donde estábamos, el Parque Central. Por lo que decidimos tomar un remis.

Eran las 19 horas aproximadamente, estaba oscureciendo. En ese mismo momento, un argentino estaba compitiendo en la final de taekwondo a más de 7.000 km. de donde estábamos. Mi papá y yo desconocíamos eso, él era Sebastián Crismanich. Había llegado a la final del Juego Olímpico y estaba compitiendo contra un taekwondista español, Nicolás García, en busca de la primera y quizás, la única presea dorada para nuestro país en esos Juegos. Pocos conocían de su labor, ni quién era él, ni lo que estaba tratando de lograr por y para nuestro país. Yo mucho menos, tenía 8 años y lo único que me importaba en ese momento era llegar a mi partido.

Íbamos en el remis, con mi papá. El chofer, escuchaba la radio y aprovechaba a conversarnos. Hablaba del Juego Olímpico, de la medalla de bronce de Del Potro en tenis, de otra en vela, de la de plata de las Leonas, que habían perdido hacía unas horas, de la posibilidad de un bronce en básquet y de la tristeza por no haber conseguido ninguna dorada, diferente a lo que sí había sucedido en Beijing en 2008 donde el fútbol y el ciclismo habían traído alegrías áureas.

Sebastián Crismanich, no conocía de nuestra ignorancia. Estaba parado cara a cara frente al español, quería lograr la hazaña de traer la gloria al país y la primera para el taekwondo argentino. El combate comenzó, pasaban los minutos y ninguno quebraba la ventaja. Cuando faltaban tan solo 27 segundos para el final, Crismanich logró un punto que valió oro.



De pronto, en la radio del remis nos llegó el comunicado, un taekwondista argentino acababa de ganar la medalla dorada en los Juegos Olímpicos. La alegría arribó a ese auto a gas. A todos se nos dibujó una sonrisa sin tener la más mínima idea de quien era ese muchacho que acababa de conseguir el deseo de todo un país. Él tampoco tenía la más mínima idea de quien éramos nosotros y de cómo nos enterábamos de su victoria, pero compartíamos, seguramente, la alegría de ese momento. Inolvidable para ambos, él por su medalla y yo por enterarme en ese recóndito taxi de camino a una canchita de pasto sintético que parecía tan lejos como Londres. Del partido al que iba recuerdo poco, seguramente llegué tarde y dudo que hayamos conseguido una victoria, nada podía superar en ese día el logro de ese taekwondista tan desconocido y que estaba tan lejos. Al combate jamás lo vi hasta el momento que empecé a escribir esto. Sentí una mezcla de sensaciones difíciles de explicar. Una paradoja.





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